Teología del segundo Isaías (IS 40-55)

Teología del segundo Isaías (IS 40-55)

Teología del segundo Isaías (Is 40-55)

*por Pedro Fraile

Desde hace años se acepta, por la mayor parte de los estudiosos, que el libro del profeta Isaías está compuesto por tres obras menores (véase el número anterior de Biblia Viva). La segunda parte, que comprende los capítulos 40-55, se denomina bien Segundo Isaías, bien Deuteroisaías, bien segunda parte de Isaías. En este artículo desarrollamos brevemente sus principales líneas teológicas. A pesar de la relativa brevedad de su obra, el mensaje del Segundo Isaías es uno de los más ricos, densos y variados de todo el cuerpo profético. Dejamos a un lado los Cánticos del Siervo, presentes en el corazón de este libro, por su complejidad a la hora de encajarlos en el conjunto de la obra.

La fuerza de la palabra de Dios.

Desde el principio (Is 40,5-8) hasta el final (Is 55,10- 11) se forma una gran inclusión. La palabra de Dios no se marchita, permanece (Is 40,7- 8); es fecunda como la nieve, se cumple siempre (Is 55,10-11).

El nuevo éxodo.

La antigua acción salvífica de Dios en Egipto se convierte en paradigma de la nueva liberación. Como entonces, Dios se apiada de su pueblo, lo rescata y lo hace salir, esta vez no de Egipto sino de Babilonia. Lo conduce a través del desierto y lo introduce en su tierra, la tierra de las promesas. El desierto ya no tiene el carácter de prueba, pues se ha convertido en un auténtico paraíso que facilita la marcha festiva de la comunidad: «Haré brotar ríos en las cumbres peladas y fuentes en medio de los valles, transformaré el desierto en estanque, la tierra árida en manantiales de agua» (Is 41,17-20).

Comienzo del
Deuteroisaías (Is 40,7-8)

«Toda carne es hierba y su belleza como flor campestre: se agosta la hierba, se marchita la flor, cuando sopla sobre ellos el aliento del Señor. La hierba es el pueblo; se agosta la hierba, se marchita la flor, pero permanece para siempre la PALABRA de nuestro Dios».

Final del Deuteroisaías
(Is 55,10-11)

«Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será MI PALABRA que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo».

Dios creador.

El protagonista del nuevo éxodo es el «Dios libertador» o «rescatador» que se identifica con el «Dios creador»: «Tu esposo es tu Creador, su nombre es el Señor todopoderoso; tu libertador es el Santo de Israel, que se llama el Señor de toda la tierra» (Is 54,5). Dios es el origen de todo, pues Él solo ha creado (Is 44,24). Su poder creador abarca tanto el nacimiento y la elección del pueblo (Is 43,1.7.15) como el nuevo éxodo, designado también como creación (Is 41,20; 48,7). Dios pone su poder creador al servicio de su plan salvador. Al mismo tiempo deja en evidencia a los dioses de Babilonia, que no salvan.

Justicia y salvación.

El autor del Segundo Isaías presenta al «heraldo» que anuncia la nueva salvación (Is 40,9). La fidelidad de Dios en el cumplimiento de sus promesas se atribuye a su justicia (la expresión aparece 28 veces). En este profeta la justicia y la salvación se identifican con frecuencia (Is 45,8.21; 46,13; 51,5-6.8). Esta salvación tiene dos caras: por un lado, se define como liberar, libertar, rescatar, por otro lado significa reagrupar, reconfortar, consolar, término este especialmente significativo, que ha dado nombre a toda la obra como libro de la consolación.

Universalismo.

Aunque el destinatario prioritario de la salvación es Israel, sin embargo, no es el único. La acción de Dios va dirigida a todos los pueblos, pues antes que Israel creó a la humanidad (Is 45,12) y antes de hacer una alianza con Abrahán la hizo con Noé (Is 54,9). Una gran variedad de sinónimos refleja este universalismo: humanidad, toda carne, multitud, los pueblos, las naciones, las islas lejanas, los extremos y confines de la tierra… Todos están bajo el cuidado de Dios, todos dependen de Él, son destinatarios de su luz y de la invitación a la alegría de la salvación (Is 45,22-24; 55,3-5).

«El profeta Isaías» por Miguel Ángel en el Vaticano

Jerusalén, esposa fiel y ciudad universal.

Otro de los temas dominantes en el Segundo Isaías es la restauración y la nueva situación de Jerusalén, objetivo último de la vuelta de los desterrados. Con imágenes procedentes de Oseas y Jeremías se describe su restauración como el reencuentro conyugal entre Dios-esposo y la ciudad esposa: la infiel volverá a ser recuperada por su marido, la viuda tendrá protector, la estéril dará a luz nuevos hijos. En cambio, no se alude al Templo ni a las tradiciones teológicas jerosolimitanas. La ciudad futura, reconstruida y hermoseada, abrirá sus murallas a nuevos hijos, procedentes de las naciones extranjeras, y se convertirá en hogar de fraternidad y justicia:

¡Qué hermosos son sobre los montes
los pies del mensajero que proclama la paz,
que anuncia la buena noticia,
que pregona la justicia,
que dice a Sion:
«Tu Dios reina»!
Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro,
porque ven cara a cara al Señor,
que vuelve a Sion.
Romped a cantar a coro,
ruinas de Jerusalén,
porque el Señor ha consolado a su pueblo,
ha rescatado a Jerusalén.
Ha descubierto el Señor su santo brazo
a los ojos de todas las naciones,
y verán los confines de la tierra
la salvación de nuestro Dios (Is 52,7-10).

Hay vida después del exilio

Hay vida después del exilio

Hay vida después del exilio

Numerosos textos bíblicos recogen el sentir del pueblo de Judá desterrado en Babilonia: «Decía Sion: “Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado”» (Is 49,14). Sobresale por su dureza, el salmo 137, en el que pide a Dios que se vengue de la «Babilonia criminal»:

Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos a llorar acordándonos de Sion […] capital de Babilonia criminal, dichoso el que te pague el mal que nos has hecho, dichoso el que agarre a tus hijos y los estrelle contra la roca (Sal 137).

Los años centrales del siglo VI a.C. son testigo de un nuevo cambio de poder en el tablero de Oriente. Los persas sustituyen a una débil y decadente Babilonia. El año 539 a.C., el rey persa Ciro, entra en la ciudad de los zigurats y de los «jardines colgantes». Ciro, que practica una religión de tolerancia con otros credos, permite que los pueblos cautivos en Babilonia puedan regresar a su tierra de origen. Los descendientes de los deportados de Judá aprovechan la oferta. Han pasado cincuenta años (587-539). Todo es igual y todo ha cambiado. El pueblo ha madurado su fe con el contacto con otras visiones del mundo. Ya nada será igual.

Para gobernar Judea, el poder persa envió a un príncipe de Judá llamado Sesbasar. Según las órdenes de Ciro, empezó los trabajos de reconstrucción del Templo, pero pronto tuvo que renunciar a ellos, ya que el país era pobre y estaba dividido. En esta época de desánimo surge en Jerusalén un nuevo profeta muy dependiente del segundo Isaías, a quien se le conoce como el tercer Isaías (55-66).

Probablemente el acto más importante de este momento, para la composición de las Escrituras Sagradas y para el nacimiento del judaísmo como religión, es la lectura pública del libro de la Ley por parte del escriba Esdras en Jerusalén:

El sacerdote Esdras trajo el libro de la ley ante la comunidad […]. Todo el pueblo escuchaba con atención la lectura del libro de la Ley. El escriba Esdras se puso en pie sobre una tribuna de madera levantada para la ocasión. […] Esdras abrió el libro en presencia de todo el pueblo, de modo que toda la multitud podía verlo; al abrirlo, el pueblo entero se puso de pie. Esdras bendijo al Señor, el Dios grande, y todo el pueblo respondió con las manos levantadas: «Amén, amén». Luego se inclinaron y adoraron
al Señor, rostro en tierra (Neh 8,2-6).

EL EDICTO DE CIRO

«Esto dice Ciro, rey de Persia: “El Señor, Dios del cielo, me ha dado todos los reinos de la tierra y me ha encargado que le edifique un templo en Jerusalén de Judá. El que de vosotros pertenezca a su pueblo, que su Dios sea con él, que suba a Jerusalén de Judá a reconstruir el Templo del Señor […]”. Entonces, los cabezas de familia de Judá y Benjamín, los sacerdotes y los levitas, y todos aquellos a quienes Dios había despertado el espíritu, se pusieron en marcha hacia Jerusalén para reconstruir el Templo del Señor» (Esd 1,2-5).

El regreso del exilio supuso un choque con la realidad, porque Jerusalén estaba sin murallas, sin templo, devastada. Todo parecía indicar que la decisión de volver había sido un error. Sin embargo, la decisión de tornar a la tierra de los padres sirvió de acicate para volver a comenzar. Solo hay un Dios: «Yo soy el Señor, y no hay otro» (Is 45,5). El pueblo crece en una nueva experiencia de Dios: el único Dios que rige el mundo, el Dios creador, es el que nos ha rescatado de las manos de los babilonios; el que nos ha liberado de nuevo, en un nuevo éxodo. La nueva experiencia religiosa está acompañada de los textos que se ponen por escrito: los primeros pasos de la futura Torah; nace «la Escritura». El pueblo que salió de Jerusalén no se ha disuelto en las aguas del Éufrates, ni se ha dejado arrollar por la potencia de los templos babilonios que escalaban los cielos, los zigurats. El pueblo hebreo en Babilonia ha sabido escuchar a los sabios de Mesopotamia, ha leído sus textos, ha interiorizado sus tradiciones populares, pero a la vez las ha pasado por el tamiz de la fe en YHWH, el Dios de la libertad. Los primeros pasos para el judaísmo se ponen en las orillas de los ríos de Babilonia.